Hombres Unicos
Por Esteban M. Trebucq
Albert Einstein no inventó la física, claro que no, pero la
comprendió, interpretó, fundó, enseñó y divulgó. Antoine de Saint-Exupéry no
creó la aviación, menos la literatura. Pero su nombre es sinónimo de ambas. El
barón Pierre de Coubertin no ideó el deporte, pero sí cristalizó los juegos
olímpicos modernos junto al principio “lo esencial en la vida no es vencer,
sino luchar bien”. Nelson Mandela no creó la lucha del oprimido contra el
opresor, pero sí consagró su vida por la inmaculada causa de la libertad-igualdad.
Son hombres únicos.
A su modo, en su tiempo y en su universo, Juan Sebastián
Verón también lo es. El hilo conductor de este artículo y su título para
ilustrar la nota central de Animals! iba a ser “Yo lo vi jugar”. Lo cual,
obvio, es cierto. Pero al momento de enhebrar las últimas líneas saltó a la luz
la injusticia más palmaria. No se puede describir la carrera de este hombre (39
años, más de 700 partidos, tres mundiales, 17 títulos) sólo por sus colosales
dotes futbolísticos.
Mi viejo me contó de su padre, Juan Ramón, de sus piernas
arqueadas, su carrera chueca y su indescifrable gambeta. De su dribling de
leyenda para ganarle 2-1 al Palmeiras en 1968, o de su cabezazo en Old Trafford
para abrazar la gloria eterna.
Mi abuelo se cansó de transmitirme la rabona del Beto
Infante, de su maestría y exquisitez más absoluta para llevar la pelota y
definir con diestra, zurda o con el parietal que fuese menester; también de la
zurda tremebunda de su compañero de fábula, Don Payo Pelegrina, hasta hoy el máximo
artillero de la
Institución.
En todas las inolvidables charlas con Zuleik Campañaro, la
memoria más prodigiosa del Club, surgió una máxima tan subjetiva como probable:
Nolo Ferreira fue el mejor de todos. Organizador, definidor, cerebro y bandera
fulgurante de Los Profesores, el noble Manuel de Trenque Lauquen se llevó a la
tumba un misterio insondable: era tan pero tan bueno, que jamás quedó en claro
si era zurdo o derecho. Le pegaba bien con las dos, y era capaz de hacer un gol
olímpico con la izquierda como patear un tiro libre al ángulo con la derecha.
Las escasas crónicas en hojas crujientes y resquebrajadas
que aún perduran de la época describen los goles de todo tipo que hacía Juan
Julio Lamas, romperredes del campeón amateur de 1913; lo que jugaban los
hermanos Hirschi o la fiereza del Toro Calandra, años más adelante en esa época
naciente del fóbal criollo.
Comparar quién fue mejor o peor es tarea marciana. Además,
una hipótesis injusta. Tampoco se trata de eso. Juan Sebastián Verón tiene de todo
de todos los nombres anteriores: pertenencia, permanencia, identificación,
aporte a la Selección
(jugó 90 partidos con la celeste y blanca, contando su etapa en las Juveniles)
y calidad de juego. A algunos incluso los supera en cantidad de campeonatos obtenidos
y en trascendencia internacional.
Se sabe y es obvio: Juan Sebastián Verón está entre los
mejores que mi viejo, mi abuelo o el gran Zuleik vieron jugar. Tampoco vale la
pena ahondar sobre ello.
Pero el hijo de Juan Ramón, un derecho nacido el 9 de marzo
de 1975, menos tímido que su padre y más líder fuera del campo de juego que su
progenitor, también debe ser valorado por este último. Es decir, por lo que no
hizo en la cancha.
En 1905 eran 19 los jóvenes que se juntaron para fundar un
club. Sin ellos, Estudiantes no sería Estudiantes. Ni la Bruja grande había nacido en
aquel entonces. Como Einstein no creó la física, ni Saint-Exupéry la aviación,
Verón tampoco a Estudiantes. Pero vaya si los tres son relevantes en su mundo.
En diciembre de 1907 parte de los fundadores, que además
eran jugadores y dirigentes, agarraron la pala para marcar la cancha, y
delimitarla en un terreno pantanoso donde antes había un velódromo en 1 y 57.
Así inauguraron lo que luego sería un estadio durante la Navidad de ese año.
Un buen día a Jorge Hirschi, harto de la burocracia y de las
peleas intestinas, se le ocurrió que había que agrandar ese predio y contrató a
un audaz electricista para planificar durante la noche profunda un operativo
que hoy podría parangonarse con la lógica del bidón. Ambos subieron a los
cables para cortar el tendido del tranvía, luego tapar las vías con tierra y a
otra cosa mariposa. El tranvía no pasó más y Estudiantes se quedó con lo que
luego sería la cancha auxiliar.
Mucho más acá en el tiempo, en los albores de los ’50, el
gran Pedro Osácar intentó batirse a duelo, cuchillo en mano, para frenar la
ignominiosa intervención peronista de aquél tiempo, que terminó con la Institución desguazada
y el equipo en el descenso.
Juan Sebastián Verón también es relevante por hechos de esta
naturaleza. Volvió a su club cuando podría haber seguido en Europa, resignó
plata por gloria deportiva y siguió jugando hasta los 39 años con lesiones y
machucones varios de tantas gestas. No hay dinero que pueda comprar esto.
Y es raro este Verón. Mi hija Delfina apenas tiene siete
años, disfruta del fútbol como un futbolero del Mundial de Vóley, pero ella
sola sacó una foto de la revista para pegarla en su dormitorio. “Hay que
ponerla en la pieza, Papi”, me informó. Y ahí quedó, al lado de una tal
Violetta y del león de peluche. El día de su despedida me encomendó: “Papá, ¿le
mandás saludos míos?”.
Es increíble, pero existe un magnetismo imposible de
desenmarañar en palabras entre Estudiantes-la gente y Verón. Las causan exceden
largamente su aporte con los cortos.
Delfina crece con un Estudiantes ganador, y en medio de una
generación de hinchas que no sólo festeja títulos, sino que también goza del
invalorable tesoro de poder transmitirles a sus hijos y nietos una máxima que
será leyenda: “Yo vi jugar a Verón”. Es que el tiempo agiganta los hechos o los
pone en su lugar justo.
Para mí, Nolo Ferreira es Belgrano y Mariano Mangano San
Martín. Así me los describieron, así me los contaron, así los pude leer.
Seguramente lo mismo sucederá con los hinchas que surjan de ahora en más, que
no tendrán el placer inconmensurable de haber visto a Verón. Eso sí, deberán
crecer con sus historias, pegadas a El Principito de Antoine Saint-Exúpery.
Las obras que perduran a los hombres hacen grandes a éstos o
los magnifican mucho más. Y los transforman en tipos únicos. Irrepetibles, como
Juan Sebastián Verón.
¡Gracias a la vida por haberlo visto jugar!
Esteban, 38 años, el papá de Delfina.